Recuerdo claramente la primera vez que llevé a un
pasajero, William, a la
Costanera Norte para que conociera el río. Era una tarde nublada, de esas en
las que el cielo se funde con el horizonte en un abrazo grisáceo, muy típico de
Buenos Aires. Habíamos recorrido la ciudad un buen rato, y yo le iba contando
sobre la historia, los edificios, los monumentos y el progreso. Pero sabía que
el verdadero momento estaba por llegar.
Cuando finalmente llegamos y nos paramos frente a
esa inmensidad, noté cómo William se quedó en silencio. No era el asombro
ruidoso que a veces veo en los turistas, sino una fascinación silenciosa que crecía en él. Sus ojos se movían de un
lado a otro, intentando abarcar esa masa de agua que se extendía hasta donde la
vista no alcanzaba.
"¡Es... alucinante!", me dijo, casi en un grito ahogado por la
emoción, y pude ver cómo su rostro se iluminaba. "¡Totalmente diferente a
todo lo que he visto!". Como buen canadiense, estaba acostumbrado a los
lagos y ríos de aguas cristalinas. El color
pardo-lechoso del Río de la Plata, su apariencia de "mar
interior" sin una orilla visible, lo descolocó por completo, pero de una
manera maravillosa. Le expliqué
que no era como los ríos que conocemos, sino el estuario más ancho del mundo,
la desembocadura de gigantes como el Paraná y el Uruguay. Le conté sobre su
historia y su importancia para la ciudad.
Mientras le hablaba, vi cómo su expresión cambiaba,
pasando de la perplejidad inicial a una exaltación
pura. Empezó a observar el inmenso horizonte con una chispa en los ojos,
señalando algunos veleros que se veían pequeños a lo lejos. Respiró hondo,
sintiendo la brisa constante que rizaba la superficie y ese olor particular a
humedad y a ciudad que solo el Río de la Plata tiene.
"¡Esto es absolutamente majestuoso!", exclamó finalmente, con una
sonrisa radiante. "¡Jamás esperé algo así! ¡Es tan inmenso que parece un mar, ¿no?! ¡Y te hace sentir
increíblemente pequeño, ¿verdad?!". Asentí, completamente de acuerdo. Ese
es el efecto del Río de la Plata. No es un atractivo de postal colorida, sino
una presencia imponente y misteriosa
que te invita a reflexionar sobre la escala de la naturaleza y la historia de
una ciudad que creció a sus orillas.
Fue uno de esos momentos en los que, como guía, reafirmás tu certeza de que no solo mostrás lugares, sino que facilitás experiencias que transforman. Ver cómo William se conectó con la autenticidad y la singularidad de nuestro río, más allá de cualquier expectativa preconcebida, fue realmente gratificante. ¡Su euforia era el mejor regalo!
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