El sol de la mañana se filtraba
tímidamente entre las columnas neoclásicas de la Catedral Metropolitana de
Buenos Aires. Una turista europea, cuaderno en mano, observaba el interior con
una expresión que oscilaba entre la curiosidad y una ligera perplejidad. Se
acercó a mí, justo cuando terminaba de señalar el Mausoleo del General San
Martín.
"Disculpe," comenzó la
pasajera con un suave acento, "he visitado muchas catedrales en Europa,
algunas centenarias, y me sorprende... la sencillez de esta."
Sonreí con comprensión. "Es una
observación común. Las catedrales europeas a menudo deslumbran por su
ornamentación gótica, sus vitrales elaborados y la riqueza de sus detalles
barrocos. La nuestra tiene una historia y un carácter diferente."
Le expliqué cómo la construcción de la
Catedral Metropolitana había sido un proceso largo y con múltiples
interrupciones, lo que influyó en su estilo ecléctico, con una fachada
neoclásica que recuerda a un templo griego. "Aquí, la grandiosidad se
expresa más en la solidez de sus líneas, en la amplitud de sus espacios y en la
sobriedad de sus adornos, si la comparamos con la opulencia barroca, por
ejemplo."
La turista asintió, observando
nuevamente las columnas imponentes pero lisas, la luz clara que inundaba el
espacio y los detalles, ciertamente presentes, pero menos recargados.
"Entiendo. Es una belleza diferente, más austera."
Añadí: "Refleja también una parte
de nuestra historia, un espíritu quizás menos dado a la ostentación en sus
inicios. Su importancia radica en su significado espiritual y en ser el corazón
de la fe católica en Buenos Aires, además de albergar la historia de nuestra
nación."
La pasajera cerró su cuaderno, una nueva comprensión brillando en sus ojos. "Gracias. Ahora la veo con otros ojos. Su sencillez tiene su propia grandeza." Había llegado buscando la magnificencia europea y se marchaba apreciando una belleza distinta, una que hablaba de otra historia y otra forma de expresión.
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