A lo largo de
estos años, trabajando en diferentes ámbitos y con turistas variados de
distintas partes del mundo, esto me ha llevado a reflexionar mucho sobre lo que
realmente motiva a las personas a viajar.
Generalmente,
se dice que viajamos por diversas razones, tanto personales como sociales. En
esencia, buscamos ampliar nuestros horizontes, experimentar nuevas culturas y
lugares, y romper con la rutina. Asimismo, viajamos para desconectar del
estrés, reflexionar sobre nosotros mismos y aprender cosas nuevas.
Ahora bien, mi
pregunta es: ¿podríamos alcanzar todo esto quietos, sin movernos? Por ejemplo,
en nuestra casa, sentado/a en nuestro cómodo sillón con un café en la mano,
leyendo un libro. Si el objetivo es ampliar nuevos horizontes y experimentar culturas
y lugares, un buen libro, una excelente serie, película o un documental podrían
aportarnos fácilmente todo esto. ¿No les parece?
No obstante, a
esta reflexión, añadiría que, si bien estos medios nos brindan una valiosa
experiencia vicaria, el viaje físico aporta una dimensión diferente a través de
la experiencia directa. Viajar nos permite una inmersión sensorial completa, ya
que olemos, probamos, sentimos y escuchamos el mundo de manera inmediata.
Además, facilita la interacción humana auténtica, ofreciendo una comprensión
más profunda de otras culturas a través del contacto directo. Por otro lado, el
viaje está lleno de lo inesperado y la serendipia, momentos únicos que
enriquecen nuestra experiencia. También nos presenta desafíos personales que fomentan
el crecimiento y nos deja recuerdos personales vívidos y significativos.
En definitiva, aunque podemos aprender y expandir nuestra mente desde la quietud de nuestro hogar, el viaje físico añade una capa de vivencia personal que enriquece nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos de maneras únicas e insustituibles.
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