Como guía turística de Buenos Aires, una se prepara
para todo. Sin embargo, hay una experiencia que, por más que se anticipe,
siempre tiene un toque de adrenalina: llevar a un grupo de extranjeros a La
Boca en colectivo y que, por supuesto, el colectivo intente "escaparse".
Era una mañana hermosa, de esas que solo Buenos
Aires sabe regalar. Mi grupo, una mezcla entusiasta de estadounidenses,
europeos y algunos asiáticos, me seguía con sus cámaras listas y una
combinación de curiosidad y expectación. "Hoy vamos a La Boca, al corazón
del tango y el color", les anuncié mientras caminábamos hacia la parada
del colectivo. Había revisado la ruta en mi guía "T" de bolsillo,
pero sabía que la realidad porteña siempre tiene sus propias reglas.
Llegamos a la parada. Les di las instrucciones básicas: "Cuando
llegue el colectivo o el bondi (como lo llamamos los porteños), hagan una señal
clara levantando el brazo. Y por favor, ¡tengan sus monedas listas!". Tener
monedas era, para muchos, el primer gran desafío.
Y entonces, apareció. Nuestro colectivo, un 29 con
destino a La Boca, asomó en la distancia. "¡Ahí viene, chicos!",
grité, con la voz llena de la falsa calma que solo un guía experimentado puede
proyectar. Levanté el brazo con autoridad. El colectivo, sin embargo, parecía
tener prisa. Redujo un poco la velocidad, lo suficiente para dudar, y luego...
empezó a acelerar de nuevo.
"¡Corran, corran!", les urgí, señalando
el colectivo que ya estaba pasando la parada. El grupo gritaba, desorientado:
"¿Tenemos que correr?". La escena que siguió fue una mezcla de
comedia y desesperación. Mi grupo, que momentos antes posaba para fotos, ahora
corría con una determinación sorprendente. Había un señor mayor que, con su
sombrero de explorador, parecía estar en una maratón. Una pareja de jóvenes
reía a carcajadas mientras tropezaban. Yo, en la vanguardia, corría con el firme propósito de no dejar a nadie atrás.
"¡Dale, chofer, dale!", me oí gritar. La
gente en la vereda miraba con una sonrisa; algunos incluso animaban. Los pasajeros
dentro del colectivo observaban el espectáculo. Era la iniciación de mi grupo a la verdadera Buenos Aires.
Justo cuando pensé que perderíamos el colectivo, y
ya estaba calculando mentalmente el tiempo hasta el próximo, el 29 frenó con un
chirrido que hizo saltar a todos. "¡Rápido, rápido!", los apuré
mientras los ayudaba a subir uno por uno, asegurándome de que nadie se quedara.
El alivio en sus caras era palpable, mezclado con la euforia de haber superado
una prueba inesperada.
Una vez dentro, con todos a salvo, las monedas
pasadas por la máquina boletera y el boleto en mano (algunos con mi ayuda,
otros con la de algún amable pasajero que se ofreció), el colectivo retomó su
marcha. El grupo, ahora apretujado entre otros pasajeros, se miraba con una
mezcla de asombro y diversión. "¡Eso fue... inesperado!", dijo uno,
con el aliento aún entrecortado. "¡Pero emocionante!", añadió otro.
Mientras el colectivo avanzaba por las calles,
llevándonos más cerca de los colores de Caminito, supe que esa pequeña odisea
de la persecución del colectivo sería la historia que contarían una y otra vez.
No solo habían visto Buenos Aires, sino que la habían vivido, corrido y
conquistado. Y yo, como su guía, había sido la cómplice de esa inolvidable
aventura.
¡No podés conocer Buenos Aires si no vivís la experiencia de correr un
bondi! La historia del subte la dejo para otra oportunidad ;)